El
pasado sábado, 13 de mayo, con motivo de la conmemoración del día
internacional de las aves migratorias, y en colaboración con el
Ayuntamiento de El Escorial, organizamos una ruta guiada por los
piornales entre el pueblo de Robledondo y el Cerro de la Cabeza. Nos
acompañaron doce amigos, muchos de ellos ya habituales de nuestras
actividades; por parte del grupo nos juntamos Nathan, con su pareja,
Gonzalo, con su mujer y los dos retoños (que ya tiene mérito),
Jesús y el que esto escribe.
Esta vez, la puntualidad de todos los asistentes fue exquisita, a pesar de lo poco indicado que estaba el lugar de encuentro, así que, a eso de las nueve y media de la mañana, y tras una muy cutre exposición, por mi parte, de los objetivos del día, comenzamos la caminata.
Esta vez, la puntualidad de todos los asistentes fue exquisita, a pesar de lo poco indicado que estaba el lugar de encuentro, así que, a eso de las nueve y media de la mañana, y tras una muy cutre exposición, por mi parte, de los objetivos del día, comenzamos la caminata.
Comienza
el día con energía
El
día comenzó algo desapacible, con viento frío y el cielo nublado,
pero como las previsiones apuntaban a que iría mejorando, comenzamos
con ánimo. Todavía en el pueblo, nos vimos envueltos en la
algarabía de gorriones comunes, aviones, golondrinas, palomas
torcaces y estorninos.
Salimos del pueblo por el camino del cementerio, en dirección a La Solana, y entre los últimos restos del robledal que da nombre al pueblo comenzamos a ver los primeros invitados de honor: carbonero común, petirrojo, colirrojo tizón, la primera curruca (una mosquitera) o el primer escribano (un soteño), mientras sobre nuestras cabezas comenzaban a ciclear los buitres leonados.
Abajo, en el soto que oculta el arroyo de Robledondo, con mucha dificultad se conseguía ver otro tipo de avifauna: la fugaz oropéndola, una pareja de no menos fugaces perdices rojas, levantadas involuntariamente por nuestro grupo y alguna que otra tarabilla, luciendo espectacular sus colores nupciales, junto a los primeros alcaudones comunes, mientras el cuco comenzaba a repetir su monótona cantinela y las águilas calzadas hacían su aparición estelar.
De repente, y sin previo aviso, sobrevolando el valle y a la altura de nuestras cabezas, nos sobrepasó sin inmutarse un soberbio buitre negro, que acudía probablemente a alguna carroñada, ya que fue acompañado casi inmediatamente por un buen número de buitres leonados. ¡Qué visión! Desprevenidos y todo pudimos disfrutar a placer de la belleza de este impresionante animal.
Dejando atrás definitivamente los últimos restos de arbolado, nos internamos en terreno abierto, dominado en primera instancia por pastos ganaderos que iban cediendo el protagonismo al piornal según aumentábamos la altura y se reducía el uso ganadero del suelo. Comenzaba a aumentar la abundancia de aves típicas de matorral, y así conseguimos ver las primeras currucas carrasqueñas y tomilleras, una buena cantidad de tarabillas comunes, pardillos, cogujadas montesinas, collalbas rubias y alondras comunes. No dejábamos tampoco de mirar al suelo, donde a cada trecho nos encontrábamos con hermosos ejemplares de orugas de lepidóptero que no lográbamos identificar.
Salimos del pueblo por el camino del cementerio, en dirección a La Solana, y entre los últimos restos del robledal que da nombre al pueblo comenzamos a ver los primeros invitados de honor: carbonero común, petirrojo, colirrojo tizón, la primera curruca (una mosquitera) o el primer escribano (un soteño), mientras sobre nuestras cabezas comenzaban a ciclear los buitres leonados.
Abajo, en el soto que oculta el arroyo de Robledondo, con mucha dificultad se conseguía ver otro tipo de avifauna: la fugaz oropéndola, una pareja de no menos fugaces perdices rojas, levantadas involuntariamente por nuestro grupo y alguna que otra tarabilla, luciendo espectacular sus colores nupciales, junto a los primeros alcaudones comunes, mientras el cuco comenzaba a repetir su monótona cantinela y las águilas calzadas hacían su aparición estelar.
De repente, y sin previo aviso, sobrevolando el valle y a la altura de nuestras cabezas, nos sobrepasó sin inmutarse un soberbio buitre negro, que acudía probablemente a alguna carroñada, ya que fue acompañado casi inmediatamente por un buen número de buitres leonados. ¡Qué visión! Desprevenidos y todo pudimos disfrutar a placer de la belleza de este impresionante animal.
Dejando atrás definitivamente los últimos restos de arbolado, nos internamos en terreno abierto, dominado en primera instancia por pastos ganaderos que iban cediendo el protagonismo al piornal según aumentábamos la altura y se reducía el uso ganadero del suelo. Comenzaba a aumentar la abundancia de aves típicas de matorral, y así conseguimos ver las primeras currucas carrasqueñas y tomilleras, una buena cantidad de tarabillas comunes, pardillos, cogujadas montesinas, collalbas rubias y alondras comunes. No dejábamos tampoco de mirar al suelo, donde a cada trecho nos encontrábamos con hermosos ejemplares de orugas de lepidóptero que no lográbamos identificar.
Nos
llamó también la atención un pequeño saltamontes, que a primera
vista parecía un trozo de madera lleno de líquenes. Casi sin
abdomen, aventuramos que quizás fuese un estado larvario. Aquí os
lo dejo, por si queréis intentar identificarlo.
Cerca
ya de la Cuerda del Ortigal decidimos tomarnos un respiro. Hicimos un
alto en el camino junto a una pequeña manada de caballos que nos
deleitaron con su hermosa figura y los galopes de los potros. El día,
al contrario de lo que aseguraban las predicciones, fue cubriéndose
por momentos y el viento fresco anunciaba unaa más que previsible
lluvia que, afortunadamente, no llegó. Desde el roquedo donde
descansábamos pudimos ver un más que apreciable paso de estorninos
negros, un bandito de palomas domésticas, un cernícalo vulgar que
buscaba su alimento, una pareja de chovas piquirrojas y, para los más
afortunados, un gavilán que pasó fugazmente mientras nos
preparábamos para la foto grupal.
Repuestas
la fuerzas, y con la preocupación por el empeoramiento del tiempo,
nos dirigimos hacia el abrevadero que se encuentra en el camino que
baja al Monte del Pinarejo, para rellenar las cantimploras y, en un
guiño al buen hacer de Gonzalo, buscar algún anfibio. A partir de
ahí, y con casi todos los objetivos cumplidos, emprendimos el camino
de regreso. Desde el camino del pinar, en el bosque que le da nombre,
pudimos oír los pinzones vulgares, carboneros garrapinos y
agateadores comunes tan típicos de este entorno. y en otro tipo de
entorno, concretamente debajo de una gran piedra levantada por
Gonzalo, la gran sorpresa del día: un par de sapos corredores
dormitaban junto a un grillo.
La
bajada hacia el pueblo, hecha casi toda campo a través, fuera de la
pista que lleva a la carretera y atravesando fincas ganaderas, nos
dejó ver alguna otra especie que se nos había escapado: jilguero
común, triguero y ratonero común pusieron broche de oro a la
jornada, así como una buena cantidad de polillas tigre, que dieron
colorido a la parte final de la ruta.
Y
así, alrededor de las dos de la tarde, dimos por finalizada la
jornada, con la sensación de haber conseguido la mayoría de los
objetivos propuestos.